514. Un cuento de la Alhambra

Por Lola Fernández.

Tiembla la tierra en Granada y por la noche una gran bola de fuego surca los cielos a una velocidad escalofriante. Cuando hay casi cien terremotos al día, y así durante una semana, por ahora, muchos de ellos perceptibles y que asustan, la gente no sólo se echa a la calle, sino que se siente impotente y el miedo le paraliza. Un enjambre sísmico, dicen los científicos, y el ser humano se siente más pequeño que un insecto, y como bailando sobre una superficie que más que sólida es como gelatina. El miedo es feo, y llevamos tanto tiempo con él como un invitado al que nunca quisimos tener cerca, que llega un momento en que desespera. No es nada nuevo eso de un terremoto en Granada, incluso recuerdo el anterior enjambre sísmico allí, coincidiendo con mis años de facultad. No se me ha olvidado el susto, y ese irnos a la calle en plena noche, incluso subir en coche a los jardines de la Alhambra, para compartir horas y miedo en grupo, en donde no pasaría nada aunque Granada sucumbiera bajo los temblores, según decían. Ay, qué cosas, entonces era un argumento perfecto: el palacio nazarí estaba a salvo, y mientras la mano de la Puerta de la Justicia no alcanzara la llave de la misma, no corríamos peligro alguno, porque de ocurrir eso, sería el fin del mundo… Ahora leo que la Alhambra ha sido dañada y que está indefensa ante la ola de terremotos en serie, de tal manera que se ha procedido a su inspección por daños en las almenas de alguna de sus muchas torres. Saber que algunas de dichas almenas han debido ser apuntaladas en prevención de peores resultados, me la ha convertido de fortaleza inexpugnable en donde hallar refugio en caso de peligro, tal y como hice en varias ocasiones hace ya demasiados años, en joya arquitectónica tan frágil como el resto de la ciudad.

Tiembla la tierra, y todo lo que hay sobre ella, y salir a la calle tiene ahora un grave problema: el coronavirus nos tiene confinados, y las medidas preventivas son casi contrarias al consuelo que se necesita en circunstancias así. Cómo no abrazar a nuestros hijos, o a nuestros padres, si tienen o tenemos miedo; como mantener la distancia de grupo, si el instinto de supervivencia nos llama a acercarnos y estar juntos y unidos frente a lo desconocido… Es algo muy fuerte lo que estamos viviendo, y es muy cierto que no estamos preparados ni nadie nos avisó nunca de que podríamos vivir algo así. Y pienso en todo ello, y me doy cuenta de que las medidas de defensa que dependen de nuestra voluntad pueden ser molestas, pero ahí están y nos mantienen a salvo. Pero ¿y lo que se escapa a nuestro control? ¿Qué hacer cuando las paredes de nuestra casa se mueven y todo se balancea, y hay unos segundos que son eternos y no sabemos qué hacer, mientras un sordo rugido nos dice que podría ser un golpe definitivo que no dejara ni rastro de nuestras pobres existencias, y de los habitáculos en los que nos sentimos a salvo de todo? A qué aferrarse cuando no hay una leyenda que nos haga sentir protegidos e invencibles; cuando no hay una mano y una llave que estén en distintos planos y sean la garantía de que nada nos va a pasar, mientras no ocurra algo tan impensable e improbable como que la una coja a la otra. Entonces escuchamos a los geólogos decir que muchos terremotos más leves evitan uno de mayor magnitud, y queremos creerlo, aunque ellos mismos nos dicen que no es una certeza científica; y que el enjambre sísmico puede durar días, semanas o incluso meses, y pensamos interiormente que el miedo se nos puede convertir en terror; y anhelamos algo a lo que asirnos, aunque sea un cuento de la Alhambra, y que todo deje de temblar bajo nuestros pies.