517. Esta implacable soledad

Por Lola Fernández

Que son tiempos muy duros, lo sabemos, y que hay que sacar lo mejor de nuestro interior, también. Creo que lo estamos haciendo bastante bien en general, y que los que están fallando son una minoría, aunque a veces hagan mucho ruido. Ya se sabe que el necio gusta de amplificarse, creyéndose único y genial; pero ello no implica que su voz, o su vocerío, se torne más interesante que su silencio. Ciudadanía y gobernantes, cada quien con su papel, dando la talla, o no. Al final, será el tiempo el que ponga a cada uno en su lugar, como suele ocurrir. Perspectiva, lo repito convencida, hace falta perspectiva para ver las cosas correctamente. Es como esas esculturas colosales, que si las miramos desde la distancia o el ángulo incorrectos nos parecerán desproporcionadas, sin estarlo realmente. Sólo más adelante sabremos quién acertó, y quién erró; y mientras, esperemos que los errores no tengan nefastas consecuencias, porque hay cosas en las que no se puede dar marcha atrás, y estamos con ellas ahora mismo. Decía que considero que en general estamos actuando bastante bien ante esta desmedida adversidad; lo cual no quita que nos falte el consuelo de la recompensa, y que nos sobre desesperanza y soledad. No queremos premios, pero es difícil sentir la satisfacción de saber que vamos por buen camino, cuando la realidad es tan fea y demoledora. Sólo se tiene la certeza, o algo similar a ella, de que no hay que desfallecer ni mirar atrás; por mucho que mirar hacia adelante es siempre, ahora, un paisaje sin horizonte, lo que nos resta bastante de entusiasmo. Descubrir, al otear, el lugar hacia el que nos dirigimos, suele procurarnos olvidar el cansancio y un impagable estímulo para seguir; y desde luego, no es el caso, así que hay que reinventarse día a día.

Ante este panorama, cómo no íbamos a pagar un peaje insoportable, y más de uno, de eso no cabe la menor duda. Al miedo, se unen el cansancio, la falta de poder desconectar, la incertidumbre, el desespero, una infinita tristeza cuya causa desconocemos (con lo que es muy difícil de espantar); pero especialmente, ay, la soledad. Creo que no me equivoco al decir que nunca jamás estuvimos y nos sentimos tan solos, ni con tantos deseos de dejar de estarlo. La soledad es muy mala compañera, y no se calla ni cuando no se la escucha; sin apenas darnos cuenta, se instala en nuestras vidas y en nuestros corazones y de pronto sentimos algo parecido a ese frío que de repente notamos cuando sin querer hemos estado expuestos a él sin poner remedio, y que es un frío que te cala los huesos y no se va de ninguna manera. No me extraña nada que se haya inventado algo para darnos abrazos sin temor a contagiarnos: puede parecer surrealista, pero de pesadilla, esas mangas desechables de plástico, para abrazarse con ellas, con una pantalla también de plástico transparente; y, sin embargo, qué gran consuelo puede procurar ese abrazo, aunque sea con tal protección. Es evidente que acariciar con un guante no será igual de placentero que sentir la piel contra la piel; pero ese achuchón que es abrazarse, ese sentir el cuerpo amado entre los brazos, y que te estreche entre los suyos, eso es reconfortante, aunque haya una frontera plástica entre los seres amados. Ya ven el grado de soledad al que hemos llegado, cuando alguien ha ideado algo así. Ciertamente es para llorar, pero también se llora por no poder abrazar y ser abrazado; así que bienvenido el invento, y ojalá pase pronto al olvido. Será señal de que habremos recobrado la normalidad, aunque sea una nueva normalidad, y por fin hayamos podido mandar al destierro esta angustiosa e implacable soledad.