Por Lola Fernández.
Siempre le he dado mucha importancia a la palabra libertad, y son muchas las ocasiones en que me han llamado inmadura y eterna adolescente por hablar de conceptos que se supone que se abandonan al llegar a la madurez; tales como rebeldía, independencia, o, mismamente, la citada libertad. Tengo muy claro que libertad a estas alturas de historia, poca; es más, si miro para atrás, hasta nuestros antepasados, los primeros humanos que habitaban la Tierra, sin un sistema social al uso, más allá de la pertenencia a un grupo que les proporcionara seguridad física a cambio de una contribución al trabajo común, creo que aún tenían menos libertad que sus sucesores a día de hoy. Así que no se me olvida que estamos sometidos, todos y todas, a responsabilidades, obligaciones, voluntades ajenas, disciplinas mil, deberes de todo tipo, y cuantas tantas constricciones y limitaciones más seamos capaces de reconocer en nuestra manera de proceder día a día. Sin embargo, también sé distinguir la maravillosa autonomía que supone la capacidad de elegir en todo un mar de posibilidades. Poder escoger entre varias opciones, ya es, en cierto modo, una forma de sentirnos libres; por más que el abanico de alternativas sea finito, a veces enclenque; y aunque con frecuencia haya más obstáculos que peldaños hacia la satisfacción de nuestros deseos. La capacidad de elección es la que se ha visto truncada fatalmente en estos tiempos del coronavirus, escribiendo esto en el segundo año de pandemia; y ello implica directamente haber perdido la sensación de libertad que podía tener, o si no, inventar, antes de ella.
A estas alturas de pandemia echo de menos cosas que antes me gustaban mucho y ante las que tenía la opción de tenerlas, o no. A lo que se suman un montón de cosas nuevas, en el sentido de que no las valoraba de la misma manera que lo hago actualmente; con lo que la sensación de pérdida es mayor, si cabe. Es esa merma en la capacidad de elegir la que me hace sentir desdichada; y más conforme pasan las horas, los días, las semanas, los meses, los años ya. Aunque sea para no hacer absolutamente nada, quiero que sea una elección, no una necesaria obligación. Porque sé que las limitaciones a mi libertad, y a la de todos, no son caprichosas, y salvan vidas, que personalmente me parece lo más importante; pero ello no quita para que a veces me asfixien. Estoy desenado poder vivir como si la pandemia no hubiera sido más que una horrible pesadilla. Quiero levantarme un día y no saber lo que es llevar mascarilla un montón de horas, a salvo de ella sólo en el hogar. Abrazar, tocar, tener todo el contacto físico que desee y necesite, con mis seres queridos, sin miedo a contagiarnos. Que llegue el viernes y poder irme hasta el domingo a donde me dé la gana, sin tener problemas de cierres de ningún tipo: perimetrales, hoteleros, de temporada. Que la maravillosa Naturaleza que me rodea, a salvo de restricciones, no sea mi única opción. Llamar a mis amistades y quedar en un bar para echar un rato de compañía y risas sin temor a que esté el aforo completo, o a que seamos más de los permitidos para estar en el exterior, o que antes de darnos cuenta nos digan que van a cerrar. Estoy muy cansada de tanto y tanto cierre, porque no es bueno para el enriquecimiento interior. Sobreviviremos, al virus, y a sus consecuencias, pero la verdad es que hay que ser muy fuerte para salir indemne de tantas dificultades a estas alturas de pandemia.