533. El tiempo de la piedra

Por Lola Fernández.

Me parece increíble, pero hace poco más de un año lo veía todo negro y de muy difícil solución. No sé en qué ola estábamos, pero pasaron varias hasta llegar a cinco, y las cifras de infectados y de fallecidos por la Covid 19 no dejaban de crecer, como en una pesadilla de la que fuera imposible escapar. Reconozco que dudaba de que llegara una vacuna eficaz tan pronto, pero llegó; y entonces lo que me es difícil de creer es que haya seres tan ni sé cómo llamarlos que no se vacunen, que a estas alturas en que se discute científicamente la oportunidad de una tercera dosis y para qué colectivos, ellos aún no se hayan puesto la primera. Lo repito: de qué sirve toda una evolución de cientos y miles de siglos, si a la postre estamos rodeados de idiotas… Y lo peor no es su inferioridad mental, que después de todo les pertenece, sino su falta de generosidad para con el resto del grupo, y su irresponsabilidad. Una lee la cantidad de muertes que provocaba la viruela, por poner un ejemplo, hasta que fue erradicada con la vacunación, y se le hace imposible creer que haya quien no corra a vacunarse en medio de esta terrible pandemia que ha resultado por ahora en casi cinco millones de muertos a nivel mundial, más de 86.000 en España. Cierto es que somos mortales y de algo hay de morir, pero se me antoja un desprecio absoluto a la vida no protegerla.

Foto: Lola Fernández

El caso es que se empieza a ver la luz, y por primera vez confío, desde hace muchos y muchos meses, en que todo puede volver a ser como antes de esta pandemia, medianamente igual, porque hay cosas que nunca volverán a parecerse ni siquiera un poquito. Las pérdidas en seres amados, en personas abandonadas, en cosas aprendidas con horror, esas serán absolutamente irrecuperables. La gente que murió infectada y sola, los ancianos y ancianas que fueron abandonados a su mala suerte, la falta de empatía y de sensibilidad en proporciones excesivas, eso no puede olvidarse ni queriendo. Ver que la sanidad pública estaba siendo saqueada y todos lo padecimos; comprobar que nada se hizo para resolverlo cuando pasó lo peor; descubrir que hay tanto gilipollas que antepone una juerga a la prevención de riesgos comunes; todas esas cosas, y muchas más que no voy a traer aquí porque me ponen de muy mal humor, me hacen sentir que mi alegría a día de hoy no puede verse ensombrecida por tanta imbecilidad ajena. Una no es culpable por lo que hagan mal los demás, así que con tal de poner distancia, todo perfecto.

En esto que estuve el otro día por uno de mis rincones favoritos del centro de Granada, el Real Monasterio de San Jerónimo. Se accede por dos calles diferentes, muy céntricas ambas, y lo que más me gusta es su exterior, unos jardines absolutamente tranquilos, casi siempre desiertos, con verde y piedra que habla del paso del tiempo sin importar lo más mínimo el bullicio exterior. Estamos en pleno centro de la ciudad, y se respira silencio y tranquilidad, con dos puertas que en cuanto se cierran conforman una barrera imaginaria a todo lo que no sea paz y quietud. Así quisiera yo poder vivir, sin estar aislada, pero como en un remanso a salvo de todo lo que no es importante en modo alguno, por mucho ruido que produzca. No sé si podré conseguirlo, pero les juro que es mi mayor aspiración: vivir a salvo de todo lo que disturbe la vida, dejando que solamente transcurra por mí el tiempo de la piedra, que es tanto como aspirar a la eternidad.