Por Lola Fernández.
Resulta que lo de San Valentín y los enamorados no es cosa de El Corte Inglés, sino que arranca de muchos años atrás, y su origen está en un sacerdote que, en el siglo III d.C., casaba en secreto a los jóvenes en contra de la prohibición de un emperador romano, Claudio II, que al enterarse condenó a muerte al pobre Valentín por desobediencia y rebeldía, ante su deseo de que a la guerra fueran soldados solteros, que en su opinión guerreaban más y mejor sin lazos sentimentales. Como lo ejecutaron un 14 de febrero, un siglo más tarde la Iglesia instauró su santo en dicha fecha, lo cual se alargó hasta el Concilio Vaticano II, ya en el siglo XX, cuando eliminaron esta festividad, aunque ya fuera demasiado tarde para borrar su implantación social. No fueron los grandes almacenes, pero en esa fecha todos los comercios aprovechan la ocasión para ganar un extra de dinero a costa del amor, que por lo visto vende una barbaridad. Una vez más, entre el Imperio y la Iglesia se reparten los honores de instaurar celebraciones y pretender eliminarlas cuando les venga en gana; y ciudadanos y fieles de espectadores, disponiéndose a festejar el amor, y ahora también la amistad, un día concreto en el calendario. No soy muy de días de, pero en el caso de los enamorados me siento un poco más ajena a ello; porque a ver, está el amor, y muy diferente es el enamoramiento, que se supone que es una fase de lo que entendemos por una relación amorosa: aquella que está revestida del deseo, que la mayoría de los casados circunscriben por lo general a los primeros años de convivencia. No sé si será verdad o si se puede generalizar, pero muchas personas que viven juntas afirman que lo de sentirse enamorados es algo que se pasa, y que suele surgir otra vez cuando se cambia de pareja. Ni idea, eso será cosa de dos, no algo que pueda afirmarse desde fuera y objetivamente; aunque cuando el río suena, agua lleva…
Dejando esa cuestión aparte, por importante que sea, qué es el amor: ¿algo que se da solamente entre personas, del género que sea, que ese es otro tema; o, por el contrario, podemos amar a los animales, o a las más variopintas cosas que se nos ocurra imaginar? Todos conocemos a alguien que dice querer más a su mascota que a toda su familia junta, o que dice amar su vida en soledad por encima de relaciones de cualquier tipo, etcétera. Y yo sigo preguntándome: ¿es lo mismo querer que amar, desear que querer, amar que desear?, ¿se puede querer más a un amigo que a la pareja, o a un gato que al suegro? Pero, especialmente, cómo podemos dejarnos llevar y celebrar algo tan importante como lo más en sentimientos un día en medio del año, pensando que unas flores, una cena, unas joyas o un viaje son como renovar los votos matrimoniales… Que sí, que cualquier ocasión es buena para conmemorar lo que gusta, y que a nadie le amarga un regalo, si en eso vamos a estar de acuerdo; otra cosa es que eso sea parte importante, significativa siquiera, en lo que llamamos amor. Claro que a saber lo que para cada quien es el amor, puesto que se trata de uno de esos conceptos difíciles de explicar, aunque estoy segura de que todos sin excepción sentimos algo muy parecido cuando nos enamoramos; tanto que nos sirven las mismas expresiones empleadas a lo largo de los siglos. No me imagino a nadie inventando algo más sencillo y bonito que un te quiero, y no digamos ya un te amo, o dejar en la corteza de un árbol algo que sea un reflejo del amor; y con todo eso, nada tiene que ver ni un día en el santoral ni cualquier festividad específica religiosa o pagana.