Por Lola Fernández.
Cuando empezaba a ilusionarme con que la guerra entre Ucrania y Rusia llegaría pronto a su fin, la eterna contienda entre judíos y palestinos se sitúa en primer plano de la más triste y desesperanzadora actualidad. Una repugnante acción terrorista contra Israel, por parte de Hamás, ha conllevado el ataque sistemático del Estado israelí contra civiles palestinos inocentes, causando tantas muertes que sólo pensarlo causa pavor. Y entre los más inocentes, miles de niños muertos, y muchos más con vida pero aterrados, con el miedo asomando a unos ojos asustados que nada entienden. En unas imágenes, que ya se sabe que, como horror añadido a toda guerra, ahora se nos retransmite en directo por televisión, veo a un niño temblando, tratando sin éxito de ocultar su miedo, y cómo se echa a llorar desesperado cuando un adulto le abraza, queriendo sin lograrlo quitarle el frío que le hace temblar de pies a cabeza. Hay fríos, como el del alma, que no se quitan ni con todo el calor del mundo, y así es el frío de las guerras, como si por dentro todo se convirtiera en hielo. Mientras no haya un reconocimiento internacional y mutuo de los Estados de Palestina y de Israel, sin ocupaciones y con el respeto que las naciones se deben, malo, porque todo seguirá igual, y peor aún, que siempre es posible aunque parezca mentira. Y me pregunto cuántos niños sin ninguna culpa han de morir, para que los señores que se enriquecen con las guerras, que es tanto como decir con la muerte, decidan parar y que la anhelada y necesaria paz sea la única música en las tierras en donde el ruido de las bombas no deja al ser humano descansar. Toda guerra saca lo peor de cada hombre, sin importar al final el bando en el que se está, porque la venganza y el odio crean monstruos que sólo buscan causar el máximo dolor al adversario.
Vidas truncadas sin necesidad, eso consigue cualquier enfrentamiento bélico, y ello me lleva a visualizar los troncos de los árboles talados, que cuando dicha tala se hace sin control y porque sí, es como si se les hubiera declarado una guerra en la que ellos, los árboles, son sólo vidas inocentes a las que se les pone fin. Hace poco un joven de 16 años, y no le voy a poner ningún adjetivo, cortó sin más un árbol bicentenario, famoso y querido en el Reino Unido. Lo hizo al nivel del tocón y con una motosierra, por lo que los expertos confían en que pueda volver a crecer. Espero y deseo que sea así, y mientras miro imágenes del tronco seccionado, en el que se pueden ver fácilmente los anillos de crecimiento que te dicen no ya solamente la edad sino las vicisitudes de su vida, pienso en tantos cuerpos arrojados a fosas comunes en estos días en que la crueldad de la guerra nos convierte a todos en animales muy poco superiores y muy poco inteligentes. Ni siquiera quedará una huella que nos diga algo personal de cada cadáver, al modo de los troncos talados. Las talas indiscriminadas de árboles provocan que el bosque no sea capaz de regenerarse, con lo que llega la deforestación y sus nefastas consecuencias en los ecosistemas. Pero las muertes humanas indiscriminadas, ¿nos preocupan realmente como especie, o pensamos que no van a afectar a una humanidad que a día de hoy alcanza más de 8.000 millones de personas? No sé cómo piensan los promotores de la guerra, pocos y cobardes, pero que acaban con muchos valientes, aunque tengo muy claro que, si me entristece ver el tronco talado de un árbol sano, saber de la guerra me hiela el corazón.