615. Unos versos de Federico

Por Lola Fernández.

Siempre es buen momento para acercarse hasta la Alpujarra granadina, sin necesidad de excusas o pretextos. Una vez que llegamos a Granada, cogemos la autovía para Motril, y, cuando ya nos saluda el valle de Lecrín, nos desviamos hacia Lanjarón, que nos dará la bienvenida al Parque Natural de Sierra Nevada. Siguiendo camino, una vez estemos en Órgiva, inconfundible gracias a las dos torres gemelas de su Iglesia, nos dirigimos hacia los pueblos altos del Barranco de Poqueira. Estas tierras siempre han enamorado a los artistas, y no es difícil leer anécdotas del paso de Falla, de Lorca, de Pedro Antonio de Alarcón, entre muchos más, por los diversos lugares alpujarreños. Me gusta imaginar a Federico, con amigos, o con su madre, que ambos gustaban de alojarse en el balneario de Lanjarón, y pienso allí en lo feliz que sería recorriendo el paseo poético que le dedica Pampaneira, en donde sus versos se mezclan con el trino de los pájaros, la visión de las nieves y el olor de las flores y las frutas que cuelgan de los árboles en las huertas junto a las aguas del río: no me imagino mejor lugar para los versos lorquianos, que estos parajes en los que la poesía natural despliega su belleza en innumerables detalles e indescriptibles destellos. Siguiendo con nuestro ascenso hasta las cumbres más altas de la península, nunca paso por Bubión sin detenerme a mirar al fondo del barranco, y no deja de sorprenderme ver el mar cuando no hay niebla y el aire está tan transparente que hasta vislumbramos las cumbres de Marruecos. Cuando se habla de esta preciosa tierra de la provincia de Granada, se suele emplear el término de paraíso de contrastes, y nunca mejor dicho, porque si se busca un edén terrenal, allí hay tantos elementos deliciosos que las personas más diferentes pueden sentir que tocan el cielo con las manos; y por disparidad no será, algo que es notable y significativo nada más te pierdes por sus carreteras, senderos y arboledas.

Foto: Lola Fernández

Esta vez llegué a Capileira bajo una copiosa nevada, con copos tan grandes que se dirían de algodón, como el cuerpo del pequeño Platero soñado por Juan Ramón Jiménez. Era muy curioso ver la gris launa de los terraos, tan blanca como los encalados techos de los tinaos, todo ello con el fondo blanquísimo de la nieve en las montañas, terrazas agrícolas y bancales. Cierto que la espesa niebla ocultaba la visión de las más altas cimas de Sierra Nevada, pero cuando amaneció el nuevo día, allí estaba el majestuoso Veleta, y todo el perfil montañoso hasta el Mulhacén, bajo un sol que, aunque aún no calentaba, sí que se había llevado la nieve de tejados y calles. Sol y nieve, fuego y frío, como perfectas coordenadas del contraste que siempre se señala como característico de estas tierras. Pasear, sin más, por el entramado de calles, muchas con un surco abierto para dirigir las aguas, cuidando siempre de recordar que no se le ponen barreras, es el más sencillo de los privilegios y un auténtico recreo para los sentidos. Todo bajo la presencia de las inconfundibles chimeneas, que siempre me recuerdan a guerreros que velaran desde tan bella arquitectura a lo largo de los siglos. En este preciso momento, primavera recién estrenada, sin rastro de la preocupante sequía de hace escasas semanas, el río y sus saltos de agua se escuchan al fondo de las cuidadas huertas, con los cerezos en flor y las higueras empezando a cubrirse de hojas y frutos, dando color a la hierba y la piedra. Los castaños, los sauces, los almendros, los innumerables tonos de verdes, entre los que algunas ovejas y caballos se entretienen pisando la húmeda tierra a esas alturas, convergen en el barranco; mientras en el aire los pájaros se afanan alegres arrancando cortezas de las parras, que empiezan a despertar de su letargo invernal, y bañándose en las aguas que corretean calle abajo, disponiéndose ya a construir sus nidos, muchos de ellos escondidos en los huecos de las techumbres de los cuidados tinaos, de vigas y pizarra encaladas perfectamente colocadas en su original entramado. Si a todo ello unimos unos versos de Federico, en planchas de cerámica incrustadas en las paredes del pasaje abierto a la naturaleza, ustedes me dirán si no hay que dirigirse a la menor oportunidad hasta estos bellísimos lugares granadinos.