Por Lola Fernández.
Como cada año, y en dos ocasiones, nos cambian el horario, sin recordar que la Comisión Europea consultó a la ciudadanía y quedó muy claro que ésta no estaba de acuerdo. Pero se conforman con hablar de que hay que decidirse entre el horario estival o de invierno, y siguen con lo mismo. Esta madrugada toca robarnos una hora; nada grave, porque después nos la devuelven en el próximo cambio, pero que nos trastorna y nos influye durante días, a unos más que a otros, aunque en mayor o menor medida, surte un efecto negativo. El caso es que perdemos una hora hasta finales de octubre, y me pregunto qué será de ella, dónde irá a parar; por pensar, me la imagino sola y desamparada, apartada sin más de la duración del día, o de la noche, sin saber muy bien por qué, si es un castigo por algo que no hizo bien, o que dejó de hacer. A nosotros nos la quitan, pero a ella la condenan a la nada, porque de repente a las 2 son las 3, así que nace y muere al mismo tiempo. Otra cosa ocurre, empero, en los relojes que no se cambian solos, y que han de esperar a la mañana siguiente para ser actualizados. No sé si es mejor, o peor, pues resulta entonces que la hora que está viviendo, en realidad no existe; es como un fantasma, está, pero no, es una mera percepción errónea. Igual las agujas marcan las 2.37, por un poner, pero son las 3.37, y si alguien que se aburre suma los dígitos se encontrará con un 12 que en verdad es un 13, para mayor desgracia de la hora inexistente. Ay qué cosas provoca el ser humano con sus decisiones más o menos arbitrarias. Porque más parece un capricho que una necesidad, y las razones de economía energética no son demasiado lógicas, puesto que lo que se gana en luz al atardecer, se pierde en oscuridad al amanecer, ya ven qué rarezas, extravagancias incluso.
Junto a estas pérdidas, mayor o menormente evitables, las hay mucho más serias y que despiertan igualmente mi curiosidad, porque a ver: dónde van los pétalos de las flores cuando el viento las arranca de las ramas y las mece a su antojo, dispersándolas de aquí para allá. ¿Acaso el viento, o la misma brisa, se pararon a pensar que hay hojas que se formaron juntas y nacieron unidas, y seguramente el vértigo que sienten al ser apartadas de la flor, se acrecienta al caer solas o con pétalos desconocidos, sin saber qué les deparará el destino vegetal? Y qué ocurre con las horas de insomnio, que son horas robadas al sueño: no es tan difícil imaginar que quisieran estar formando parte del sueño reparador, en lugar de poner nervioso a quien las sufre, y no quiere sino dormir. Y qué me dicen de todo el tiempo perdido sin hacer lo que es obligación, ya sea pensando en las musarañas, ya sea ni pensando, que es incluso mucho peor.
Se pierden objetos inexplicablemente, que nunca más volverán a ser vistos, y que desaparecen sin dejar rastro; como se pierden amistades, compromisos, trabajos, pertenencias familiares que se transmitieron de generación en generación. Se deteriora la salud, hasta esfumarse del todo, y por perder, hasta se pierde la vida, que es un asunto mucho más serio. Así que bien pensado no tiene demasiada relevancia que mientras escribo este artículo, pasé de mirar y que en la pantalla apareciera la 1.40, para de repente encontrar que marca las 3.07; y les puedo asegurar que no llevo casi una hora y media escribiendo, sino apenas media. Hay cosas mucho más importantes, qué duda cabe; pero no seríamos humanos si no nos quejáramos de que nos han cambiado el horario y al hacerlo nos han quitado una hora, amén de ignorar a la recién estrenada primavera para otorgarle un horario de verano. Porque es que además nos queda el consuelo de que antes de noviembre volverá como un regalo y los relojes irán para atrás, sin entrar en detalles sobre qué piensan ellos de estos trasiegos con su funcionamiento; igual entonces podamos descubrir dónde se ha ido la hora que acaba de desaparecer… ¡mira que si es la misma que el 31 de octubre recuperaremos!