Por Lola Fernández.
Viví el apagón de España de manera algo irreal, no sé si influenciada por no tener móvil, que me pilló sin batería y sin ganas de cargarla en el coche, o porque en mis transistores a pilas apenas sintonizaba Radio María, que eso sí que es auténticamente alucinógeno. Lo peor fue despertar al día siguiente y encontrar que en el resto de emisoras, que volvía a poder escuchar, hablaban en pasado del apagón, cuando ya se había recuperado el suministro eléctrico en un 99.99% del territorio español, y yo seguía sin luz. Alcancé a escuchar que el único metro andaluz que aún no funcionaba era el de Granada y entendí que éramos los últimos de la fila, como siempre; sentirme atrapada en un 0.01% fue peor que todo el día anterior, desenchufado y raro. Ese lunes sin electricidad, mientras buscaba, infructuosamente, un dial que me proporcionara información, atravesaba, ahora a la izquierda, ahora a la derecha, la emisora que emite desde Madrid una programación completamente especializada en contenidos religiosos católicos… y entre rezos y textos leídos con voz susurrante, puedo asegurar que se reafirmó por los siglos de los siglos mi fe agnóstica. Hay una cosa que se llama adaptación y que implica inteligencia, y otra que es la inflexibilidad de ser con independencia de la situación y de los acontecimientos: madre mía del amor hermoso, ahora ya sé que, aunque cayera una bomba atómica, esa emisora seguiría erre que erre desgranando el rosario a coro, de un modo tan inmutable como si se tratara de un dogma de fe.

Por si fuera poco, a continuación, tras un previo robo de cable en el AVE, cónclave, con los informativos y cualquier programa televisivo con la imagen fija de la chimenea de la Capilla Sixtina para saber si hay fumata blanca o negra, que es tanto como proclamar que habemus papam, o no, tras las votaciones de los cardenales encerrados hasta que el papa Franciscus tenga sucesor. No se puede buscar una chimenea más pobre y fea, por la que es imposible que se escape ni un ápice de la inconmensurable belleza contenida en esa capilla vaticana, debida a la decoración al fresco originaria de Miguel Ángel; pero por esa chimenea se sabe que ya tenemos nuevo papa, que a su vez es obispo de Roma y jefe de Estado de la Ciudad del Vaticano, amén, nunca mejor dicho, que sucesor de san Pedro y cabeza terrenal de la Iglesia, ¡cuánto para un objeto tan parco! Todo ello inmersos en una primavera efervescente que sigue enfrascada en sus vaivenes climáticos, temperatura arriba y abajo, viento va y viene, con un desfile de nubes allí arriba en los cielos, que ellas sí que pueden competir en belleza con las pinturas del genio renacentista; con amaneceres aún fresquitos, aunque anunciando ya que no falta demasiado para un verano que casi hemos olvidado asociar a las olas de calor de los últimos años, tan frágil es nuestra memoria para algunas cosas. En esto que llega un mirlo descarado a mi terraza y se posa en un geranio sin flores, arrancando una rama con varias hojas y huye veloz ante mi sorpresa, porque nunca lo había visto antes; y prácticamente al mismo tiempo, un gorrión macho llama a la hembra, que acude rauda, y se concentran en sus prácticas de apareamiento en medio de un jolgorio de trinos y aleteos allá en las alturas de los tejados. Apagón, trenes que se detienen o no pueden salir, cardenales de cónclave, aves en época de reproducción, cielos blancos o grises, plantas prestas a florecer, pura efervescencia, que es tanto como nombrar algunos de sus sinónimos: ebullición, excitación, entusiasmo, agitación, pasión…, coloreando nuestros días. ¡Dios nos coja confesados!, que dirían en Radio María.
