Por Lola Fernández.
Aunque la iré intercalando con otros artículos de tema variado, inicio una serie sobre viajes a lugares que, por muy diversas razones, son especiales para mí y me gustaría compartir con ustedes, y empiezo desde Platja d’Aro, en el corazón de la Costa Brava, en Girona. Llegué allí desde la barcelonesa Manresa, para cumplir mis 5 y 6 años, en una infancia marcada por la belleza de lugares tan hermosos que nunca los podré olvidar. Durante esos dos años viví en un precioso edificio entre pinares y frente al mar, al que se llegaba subiendo una escalinata que arrancaba desde la carretera de entrada al pueblo; si la cruzabas y bajabas por unas escarpadas escaleras, estabas en una de las más bonitas calas de la Costa Brava, la de Belladona, en la imagen que acompaña este texto. Recuerdo mirar por las ventanas de casa y ver el verdor de un litoral mediterráneo al que la piedra y los pinos adornan; he vuelto varias veces muchos años después, al igual que a la gerundense Llagostera, donde me fui a vivir desde allí, y en ambos, de mi hogar sólo queda el abandono de los numerosos cuarteles de la Guardia Civil cerrados con el paso del tiempo, pero su enclave y el entorno siguen siendo maravillosos y privilegiados, los adjetivos que para mí mejor definen los pueblos de la Costa Brava.

Sus principales localidades, desde Blanes, en la comarca de La Selva, hasta Portbou, pegado ya a la frontera francesa, atesoran un encanto natural y salvaje que las unifica, y, para empezar a conocer esta zona de Catalunya, recomendaría recorrer sus distintos Caminos de Ronda, que nos permiten pasear por calas y playas, salvando desniveles geográficos y dejándonos conocer increíbles rincones a lo largo de la costa. Por citar imprescindibles: de Blanes sería su Jardín Botánico, Marimurtra, con vistas sobrecogedoras desde los acantilados y una envidiable colección botánica. En Tossa de Mar, cualquiera de sus preciosas playas, pero, sin duda, pasear por el casco antiguo de su Vila Vella, coronado por un magnífico castillo, y que es un cuidado recinto medieval amurallado que enamora desde siempre a quienes se pierden por sus callejas, incluidos famosos pintores, como Chagall, o actrices estelares como Ava Gardner. Pegando un salto, recalar en Calella de Palafrugell es llegar al lugar en el que se dice que Serrat compuso casi en su totalidad el álbum Mediterráneo. Y con las notas del tema que le da nombre, qué mejor que pasear siguiendo el curso de la Bahía de Roses, una de las más bellas del mundo, con unos atardeceres que parecen pintados de acuarela; imposible no acercarse hasta los yacimientos grecorromanos de Ampurias, o recorrer sus kilómetros de playas, calas y canales navegables, degustando la rica gastronomía catalana, o asistiendo a fiestas y ferias, en las que no faltarán sardanas y castellers, por citar algunas de sus tradiciones y costumbres. Si en Roses los cielos se visten de acuarela, en Cadaqués podemos sentir que estamos dentro de alguna de las primeras obras de un joven Dalí, antes de que su pintura abrazara el surrealismo; y desde ahí a Portlligart, un atractivo trayecto nos lleva directamente a un pueblecito marinero como tantos desparramados por la Costa Brava, con esas casas encaladas que parecen escurrirse hasta la orilla del mar. En las aguas cristalinas, salpicadas de barquitas, se miran embelesados los bosques de pinos, mientras cada día podremos perdernos en localidades tan especiales como San Feliu de Guixols, Palamós, La Escala, Port de la Selva y muchas más; sin olvidar, en el interior más próximo, entre preciosos campos, pueblos medievales de piedra, desde los que a veces se divisa el mar al fondo y en los que, al recorrer sus silenciosas calles, parece que has viajado en el tiempo, o que aún no despertaste de un bonito sueño. No lo duden nunca, si desean encontrar un inmejorable destino en el que no falten esos motivos que uno busca al viajar, la Costa Brava siempre lo será.