Por Lola Fernández.
Hace unos días ha muerto el papa Francisco, un buen hombre honesto y valiente, que no pudo hacer cuanto quiso por renovar la Iglesia católica pero que al menos lo ha intentado, recibiendo el rechazo de los retrógrados, lo que es un plus de valía para su persona, atendiendo mayormente a la disparidad de valores entre uno y los otros. Antes de su funeral, se instaló la capilla ardiente en la basílica de San Pedro, en la Ciudad de Vaticano, para que los fieles que así lo desearan se despidieran de él, lo que ha ocasionado largas colas durante tres días. El primero de ellos escuché a una periodista decir que debido a los flujos casi infinitos de personas que querían visitar la capilla ardiente, se habían visto obligados a prorrogar la hora de cierre hasta bien entrada la madrugada. Y fue escucharla y pensar que era bastante exagerado, pues finalmente han pasado por allí unas 250.000 personas, que me parece una cifra bastante distante del infinito, aunque no es rara la desmesura entre el gremio de los periodistas. Entre hipérboles, bulos y espejismos, en esta sociedad hay una clara dicotomía entre la realidad desnuda y la realidad inventada, o al menos así me lo parece: se aumenta o se disminuye a voluntad, según el efecto deseado; se propagan falsedades sin el más mínimo pudor, con la certeza de que siempre hay un cretino que se las cree; y la ilusión y las apariencias siempre son más valoradas que la esencia misma. Y así nos va.
En este escenario, tan desalentador a veces, los humanos nos esforzamos en salir adelante, unos pocos con muchos privilegios, y la inmensa mayoría sin ninguno, cuando no carentes de lo más imprescindible. Los humanos, con sus contradicciones y sus enigmas, buscando, al menos algunos, respuestas para entender ese intervalo entre nacimiento y muerte al que llamamos vida. Precisamente, esa distancia tiene sus límites bien definidos, por lo cual es cualquier cosa menos infinita, que igual es un adjetivo más adecuado para lo que entendemos por eternidad, esa perpetuidad sin principio, sucesión ni fin. Puede ser que el conocimiento de la finitud de nuestra propia existencia, y de la de los demás, explique muchas de las imperfecciones humanas. La certeza de que vamos a morir, seguramente somos los únicos seres vivos que la poseemos, es probablemente un enorme lastre, pero también puede convertirse en espuela y aliciente para que nuestro pensamiento se sienta libre y pueda moverse en dimensiones casi ilimitadas. Al mismo tiempo, es un alivio y una característica igualatoria el que todos perdamos la vida sin que ello se pueda evitar gracias a esos privilegios de unos pocos, que sumados a lo largo de la Historia serían ya tantos que seguramente no cabrían en el planeta. Somos finitos, y aunque nos atrevamos a hablar de flujos casi infinitos, cabemos todos en una cifra y en un continuo, aunque desde el mismo instante de nuestro nacimiento albergamos dentro de nosotros algo tan intangible pero real como la energía, y ya sabemos, por la ley de su conservación, que ésta ni se crea ni se destruye, sólo se transforma o se transfiere. Al final me quedo con la infinita capacidad de soñar, que estoy convencida de que es la causa principal de la grandeza del ser humano, más allá de sus defectos y miserias, y con el mismo arte como expresión de lo infinito y representación de lo inabarcable. Recuerdo una frase preciosa que dejó escrita Vincent van Gogh: sueño mi pintura y pinto mi sueño, y pienso que somos perecederos, sí, sin embargo, nuestros sueños pueden convertirnos en eternos.