658. El Día de la Madre

Por Lola Fernández. 

Durante años empecé cada primer domingo de mayo con un poco de humor compartido: Madre no hay más que una… y a ti te encontré en la calle, era el diálogo que precedía invariablemente a mi felicitación, siempre entre risas. Cuando no tienes hijos y tu madre ya no está, el Día de la Madre te deja algo confusa, como noqueada; no es que el sentimiento de pérdida vaya a ser mayor que el resto del año, pero sí hay un cierto desconcierto difícil de explicar, aunque seguro que fácil de comprender. Ahora que parece que los valores se están desdibujando, que se priman el insulto y la mentira sobre el respeto y la verdad, ver que se sigue celebrando la maternidad, como la paternidad, es de agradecer, aunque habría muchas objeciones si a la madre la vemos como mujer, tales como la desigualdad, la violencia de género o, ya directamente contra la maternidad, la violencia vicaria. Pero hoy es un día para honrar a nuestras madres, que sólo hay una y todos y todas tenemos o tuvimos a quien llamar mamá. Quién no se recuerda aprendiendo a escribir con aquello de mi mamá me mima, o no atesora recuerdos en los que la madre te iba enseñando a encarar la vida adecuadamente, a base de estar junto a nosotros en las distintas situaciones en las que, por ser nuevas y desconocidas, no sabíamos cómo actuar. Una buena madre te explica, te reprende, te consuela, te anima, te acompaña o te ayuda a saber hacer las cosas sin que esté presente, te enseña y con el tiempo aprende de ti; no sé, igual podría resumirlo en que ejerce de madre, con lo que ello conlleva, y dejando tras ella una estela de amor del mejor. Días como hoy, cuando ella ya no está, aunque siempre esté, son para recordar, que es casi tanto como para revivir, aunque nada podrá evitar cierta honda tristeza, en ese duelo de sentimientos que acompaña a una ausencia tan esencial, que no tiene límites, ni temporales ni de intensidad.

Foto: Lola Fernández

Frente a la condición de madre, con una actitud de entrega y generosidad, la otra cara de la moneda: el ser hijos. No los tengo, pero soy hija, que eso no se pierde aunque te quedes huérfana, y en mí tengo un claro ejemplo del general egoísmo filial: recibimos mucho y damos poco, y eso es así de un modo general; y lo peor es que cuando finalmente lo reconocemos, suele ser demasiado tarde y ya no hay tiempo para rectificar. No es que todos seamos malos hijos, que no, es sencillamente que ejercemos de hijos, y ello implica recibir más que ofrecer. Por mucho que amemos a nuestros padres, al hacernos adultos hay la lógica separación asociada a nuestra paulatina y progresiva autonomía, cuando no independencia. Quién no se ha soltado de la mano de una madre al encontrarse de pronto con los amigos, o ha preferido no ser acompañado por los padres al ir a determinados lugares en donde ya se conjugan las reglas del grupo y la pandilla… Es ley de vida el dejar la familia para crear una nueva, y eso se hace a base de rupturas y reposicionamientos, aunque por fortuna se puede perfectamente vivir integrando más que separando, y dichosos aquellos que saben unir el parentesco sanguíneo con el político, porque es un auténtico privilegio. Pero vamos a dejar todo a un lado, que cuando llega el primer domingo de mayo, aquí se honra a nuestras madres, para expresarles nuestro infinito agradecimiento por habernos dado tanto, empezando por la vida, que no es poco.