663. El tiempo de las cerezas

Por Lola Fernández. 

Ya está aquí el tiempo de las cerezas, para recordarnos que muy pronto acabará la primavera y llegará el verano, semejante a una promesa de dicha. A la manera de casi todo lo bueno, será breve y nos recordará que la felicidad es como un pájaro que se echa a volar antes de haberlo disfrutado todo lo que quisieras, o como el silbido de ese mirlo burlón del que nos habla la letra francesa de la canción Le temps de cerises: Quand nous chanterons le temps des cerises/ Sifflera bien mieux le merle moqueur. Ya sabemos que lo bueno, si breve, dos veces bueno, dicho con elipsis, figura retórica igualmente económica; y seguramente, se aprecia más la bondad del bienestar cuando se aprende de su fugacidad, del mismo modo que se sobrelleva mejor lo malo porque sabemos que no hay mal que cien años dure. No nos gustan las penas, como, de pequeños, los caramelos de menta no eran nuestros favoritos, al contrario que los de fresa; es absolutamente lógico preferir la dicha a la desdicha, pero no se comprende ninguna de ellas si no se sabe de su contraria. Con el tiempo nos hacemos sabios en lo que atañe a los sentidos, y vamos olvidando poco a poco nuestros caprichos infantiles, pero las cerezas, ah, creo que ellas siempre han estado y estarán ahí, tan bonitas, tan en racimo, de a dos, de a tres, o solas, pero siempre con sus rabillos, para jugar con ellas: a ver quién alguna vez no las colgó de las orejas a modo de pendientes naturales, tan brillantes, tan rojas, con sus pequeños huesos, perfectos para saber cuántas comías. Me pasa como al grupo de Los Ronaldos, cuando cantan Me gustan las cerezas: Hasta la noche me da la razón/ Porque me gustan las cerezas, me gustas tú.

Foto: Lola Fernández

Frente a la fruta, los hijos de la gran fruta, molestando, no dejando hacer ni haciendo, a no ser todo lo que no hay que hacer. Llega un momento en que una se cansa de tanto petardo y petarda, de esos que son como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer. Cuando se ve la necesidad de que toda la clase política se una para afrontar con mayor eficacia la difícil situación a nivel global, con guerras, con agobios económicos, con las desgracias naturales que acarrea el cambio climático, es cuando más se nota la falta de clase de muchos, que, aunque no son mayoría, y precisamente por eso, pretenden que la minoría decida, a base de boicotear y hacer ruido. Qué cansancio provoca el corrupto que tiene la desfachatez de acusar de corrupción, y el que calla porque le interesa y a la vez pretende que otros hablen, aunque no les interese. Siempre la ley del embudo y el pretender obtener a la fuerza lo que no les corresponde, tratando de imponer la injusticia y la desigualdad por encima de la razón. Hay tanto alboroto y griterío, que dan ganas de mandar todo a paseo, si no fuera porque sabemos muy bien que ese es precisamente su objetivo; pero la verdad es que se echa de menos que alguien ponga paz en un recreo en el que los gamberros no dejan disfrutarlo, jugando a ser matones de pacotilla y ver hasta dónde consiguen llegar mientras nadie les llame al orden. Mucho mejor disfrutar de la vida y de todo lo bueno que nos regala, como las cerezas, y olvidarnos por un momento de todas las plagas, que esas siempre han existido, sean de polillas, de mosquitos del Nilo (y es que Egipto sabe muy bien de plagas), de pulgas y demás insectos, y también de tanto tonto suelto que pone a prueba nuestros umbrales de tolerancia a la desfachatez y el egoísmo puro y duro.