670. Sombreros rotos

Por Lola Fernández.

No sé a ustedes, pero a mí no me gustan nada de nada las prohibiciones y siempre he pensado que funcionan a modo de imán respecto a lo prohibido; pero acabo de saber de dos de ellas que me han dejado adjetivamente estupefacta: la primera es que en algunos estados de EE.UU. está prohibido cometer un atraco llevando un chaleco antibalas; y la segunda, para mayor pasmo, es que en una remota isla de Noruega, Svalbard, está prohibido morirse, incluso así lo establece una ley, porque el suelo está demasiado duro para enterrar a alguien debido a las constantes heladas… Con sustantivo estupor me quedo a cuadros ante semejantes vetos, que no sé muy bien cómo habrán de apañárselas las autoridades para velar por su cumplimiento: oiga, atracador, ábrase la camisa que voy a dispararle y quiero comprobar si lleva protección, o señor, resucite usted, que aquí no puede morir. En fin, esto sólo puede ocurrir entre humanos, que somos algo raros, y a estos ejemplos de impedimentos me remito. La cosa es que no es difícil toparse con algo o alguien que por un motivo u otro nos provoque asombro; así, hace unas semanas me encontré con una terraza otoñal en la que se disfrutaba y aprovechaba el buen tiempo para socializar al aire libre, nada inusual, aunque el detalle era la escultura de piedra que adornaba el lugar, una figura masculina con la cabeza oculta entre la yedra, a modo de guardián que pretendiera no ser visto al no ver. De inmediato me hizo recordar una canción de Kiko Veneno, que dice: Me quiero asegurar que mi sombrero está bien roto y los rayos pueden entrar en mi cabeza (…), y parece que en esta estatua los rayos hubieran permitido que la planta trepadora germinara en su cabeza.

Foto: Lola Fernández

No estaría de más tener sombreros rotos por los que pudiera colarse la luz del sol, o la lluvia, según tocara, para que una florida testa alejara las pesadumbres e incoherencias de la vida, o de la muerte, que a veces nombramos a la primera cuando sólo se trata de la segunda. Pues qué más incoherente que llamarnos seres sociables o sociales, cuando de repente un día te enteras de que un vecino lleva muerto en su cama desde hace más de 15 años, tal y como ha ocurrido en Valencia con un jubilado a quien nadie echó de menos, en un caso de brutal soledad, mientras seguía percibiendo su pensión de jubilado y sus recibos domiciliados se cobraban puntualmente sin incidencias. De no haber sido por unas fuertes lluvias que provocaron filtraciones y obligaron a los bomberos a entrar en su vivienda y descubrir su cadáver, el pobre seguiría en su cama, siendo inexistente para el Ayuntamiento, por no estar dado de alta ni en los servicios de ayuda a los mayores ni en la teleasistencia, pero con todos sus pagos al corriente y sin recibir correo ninguno, ni de sus dos hijos, con los que estaba distanciado, ni de los bancos, que ya no usan papel para las comunicaciones. Así que seremos una sociedad de personas interrelacionadas, pero resulta que en ocasiones como esta te das cuenta de que estar vivo o muerto puede ser exactamente lo mismo para quienes nos rodean, de que teniendo todo pagado nadie va a acordarse de ti, y no ya en una gran ciudad, en la que puedes pasar desapercibido por completo, sino en tu mismo bloque de vecinos, aunque como ocurría con este hombre, fueras puntual asistente a las juntas de la comunidad. Si faltas siempre habrá quien suponga, y esta vez la suposición, falsa a la postre, es que se habría trasladado a una residencia; o sea, que, en este caso, la insignificancia humana no nos llevaría a decir que no somos nadie, sino más bien todo lo contrario, pues sin ya ser aún siguió siendo, el pobre Antonio, que así se llamaba el desgraciado.