667. Petricor

Por Lola Fernández.

Cuando escribo este artículo es uno de esos días de lluvia en los que apetece que llueva, después de bastante tiempo seco y caluroso en exceso, porque el aire se refresca, la ciudad se limpia, y, muy especialmente, porque llueve sin exageraciones y sin destrozos, sin llegar a dar miedo. Una no es pusilánime, pero hace un año, en Valencia, la DANA se llevó por delante la vida de 216 personas, y esa catástrofe aún sobrecoge en la memoria, sobre todo porque se hubiera podido evitar de haberse hecho bien las cosas por parte de quienes tenían que hacerlas. Ahora mismo hay alerta roja por lluvias extremas en algunas comunidades autonómicas, por fortuna no en Andalucía, y las medidas tomadas con suficiente antelación están logrando que no haya muertes humanas. Creo que, a estas alturas, morir porque llueve es un precio que no hay que pagar, puesto que se tienen suficientes medios para luchar contra las consecuencias del cambio climático sin correr riesgos innecesarios. De acuerdo en que nunca antes se había visto lo que ocurre actualmente, que los destrozos son muy importantes y que hay que seguir las pautas que se nos den cuando los avisos nos atañen directamente; lo que es increíble es que haya quienes aún niegan ese cambio climático. Y por supuesto que somos los mismos humanos los que lo hemos provocado, a base de tratar mal a nuestro planeta y de no aprender e ignorar las directrices que los científicos nos dan: cuando se hace caso omiso de las advertencias, al final suele ocurrir que es demasiado tarde para todo, y que llega un momento en que se rebasan los límites y se alcanza el punto de no retorno. Hay quien piensa que lo malo llegará en el futuro, cuando ya no esté vivo, y es tan cretino que no se da cuenta de que lo malo ya está aquí, pero no hay peor ciego que el que no quiere ver.

Foto: Lola Fernández

Así que, porque es un día lluvioso, normal y corriente, lo disfruto, y salgo a mirar las plantas, con sus hojas cuajadas de gotas y ese olor profundo a tierra mojada, cuando la lluvia cae sobre la tierra y la vegetación secas, que se conoce como petricor. Una palabra singular, de romántica etimología griega, que une dos preciosos términos: piedra (petros) e icor (el fluido de las venas de los dioses) … ¿cómo no iba a oler bien, con ese nombre? Los aceites vegetales que liberan las plantas cuando el tiempo es seco se dispersan al llover, lo que se une a la llamada geosmina, producida por unas bacterias del suelo igualmente seco, y su conjunción con el agua resulta en ese aroma que todos conocemos, el olor a lluvia. Habiendo cosas bonitas y siendo tan sencillo el gozarlas, con sólo saber percibirlas, para qué vamos a perder nuestro bienestar fijándonos en cosas que se escapan de nuestro control y que son desagradables; la vida es demasiado corta como para atender estímulos negativos, así que mejor concentrarse en lo bello de cada día, como, por ejemplo, no dejar de regar las plantas, pues, aunque hoy estén mojadas, no podemos olvidar que agua de lluvia no riega macetas.