672. Lluvia de sangre

Por Lola Fernández.

Por nuestra situación geográfica, en Baza no es raro que vientos que nos llegan por el sur y el sureste, como el siroco, nos traigan desde el Sáhara polvo y calor desérticos, la ya frecuente calima, que enturbia nuestro aire por la arena suspendida, creando una capa que impide que la atmósfera se renueve y dificulta la visibilidad con su espesa bruma amarillenta o anaranjada, que, cuando llueve, cubre las superficies de barro ocre, o rojizo, hablándose entonces de lluvia de barro o de sangre, respectivamente. Como por aquí no llueve demasiado, nos libramos con frecuencia de esas capas de barro en paredes y suelos, difíciles de quitar por su alta adherencia, aunque nada nos salva de los problemas respiratorios o de irritación de garganta y ojos que suele llevar aparejados la susodicha calima. Cuando ella nos envuelve, el aire no está limpio, antes al contrario, las partículas suspendidas lo enturbian todo con una apariencia algo fantasmagórica, como si los ojos usaran filtros coloreados; lo que de inmediato me lleva a pensar que es algo bastante similar a lo que ocurre en nuestra actualidad diaria, llena de noticias y acontecimientos que se suponen de interés general, aunque muchas veces están lastrados o sesgados intencionadamente, a modo de filtro que desdibujara la realidad verdadera, válgame la redundancia para referirme a la verdad objetiva, no siempre coincidente con la percepción generalizada. Aunque todo ello no pasaría de lluvia de barro, a la postre no tan difícil de eliminar, si no con uno, con varios golpes de manguera, lo que permitiría arrastrar la suciedad con el agua.

Foto: Lola Fernández.

Mucho menos fácil es limpiar el rastro bermejo que deja tras de sí la lluvia de sangre, como algunos hechos reales de nuestra sociedad, aunque parezcan sacados de una película de terror. Saber de los safaris humanos en Sarajevo, que la justicia italiana está investigando actualmente, aunque tuvieron lugar durante la guerra de Bosnia, entre 1992 y 1995, con francotiradores de fin de semana, que pagaban elevadas cantidades a las tropas serbias para ir, en ocasiones aprovechando vuelos humanitarios a Serbia, a matar a civiles indiscriminadamente y al azar, aunque previamente elegían y pagaban más o menos según fueran a disparar a adultos o niños, mujeres embarazadas o soldados, porque cada víctima tenía un precio, con el terrible añadido de que al ser malos tiradores incrementaban el dolor de las víctimas. Eran sobre todo italianos, aunque no se descartan otras nacionalidades, entre ellas la española, que ayudados por su alto poder adquisitivo iban con equipos de caza y armas caras, a disfrutar del placer de matar a civiles aterrorizados ya por la guerra, sin necesidad de estos monstruos que no se merecen el apelativo de humanos. Es todo tan macabro y vomitivo, tan repugnante y repulsivo, que sólo me consuela saber que este tipo de crímenes no prescribe, aunque se valieron de tan metódica organización que será muy difícil de desenmascarar. Conocer ciertas cosas, descubrir que alguien puede ser tan asqueroso como para pagar por ir a matar, y pagar más si elige que la víctima sea un niño o una niña, provoca un espanto casi imposible de olvidar algún día, porque deja un poso de suciedad moral que es mucho más pegajoso que toda huella de cualquier lluvia de sangre, en este caso nunca mejor dicho, para desgracia general de la humanidad en su conjunto. En momentos así, una desearía que existiera un Dios que evitara comportamientos tan indignos e ignominiosos, y al que poder elevar una oración pidiendo que nunca más ocurrieran.