637. Lo nuestro
Por Lola Fernández.
Siempre he pensado que hay que huir de lo localista, porque todo reduccionismo es empobrecedor, aunque me parece que ello es muy diferente al amor hacia lo nuestro, como distinto de lo demás y significativo. Si algo nuestro es relevante, está muy mal eliminarlo, porque desdibujamos nuestra identidad. Estoy pensando en las reformas radicales que se hacen en los pueblos y ciudades: es perfectamente adecuado mejorar y arreglar cosas que lo pedían a gritos; pero qué mal cuando nos cargamos algo de nuestra esencia desde hace siglos y años, por sólo imponer el sello de quien reforma; en Baza se ha hecho eso en ocasiones y quienes la amamos lo sabemos perfectamente, sin necesidad de mayores especificaciones. Creo que es imprescindible que quien trabaja por nuestra ciudad, la quiera; y no creo que importe mucho si has nacido aquí, aunque el cariño será más profundo si tus recuerdos vitales están ligados a sus rincones. Un extraño no puede entender la nostalgia por la estrellada balsa chica en la Alameda, por ejemplo; pero ay, cuando has jugado desde niña en sus alrededores, agachándote y pudiendo mirar los peces de colores mientras te mojabas las manos, siguiendo el perfil a pasitos y viendo en las aguas a ras del suelo el reflejo de la arboleda por el efecto espejo, cómo vas a entender su sustitución por lo que hoy ocupa su lugar: eso, que en cualquier lugar sería válido, es una aberración situada allí, porque no era necesario cambiar, siendo más que suficiente haberlo arreglado. Que no toda reforma es tirar lo viejo y levantar algo nuevo; mismamente me sirve fijarme en el Palacio de los Enríquez, pues a nadie se le ocurriría demolerlo para sustituirlo por un edificio moderno, por muy nuevo y aparente que quedara.
Si no amas Baza, lo mismo te da cambiar la apariencia de plazas y calles, dejándolas sin su espíritu, por llamarlo de alguna manera. Cuando una intervención urbanística está bien hecha, de inmediato incorporas la nueva imagen al resto; sin embargo, cuando se comete una tropelía innecesaria, aparte de sentirlo como una imperdonable provocación, no hay ni una sola ocasión en que no añores lo sustituido. Hay cambios estupendos, y los celebramos; pero también existen incoherencias efectuadas por gente que no creo que quiera mucho a Baza. Y después, hay igualmente falta de imaginación y no cuidar los detalles, que muchas veces son más necesarios que el conjunto total. De qué sirve poner jardineras, si no se cuidan, o macetas en las paredes de calles estrechas, si al poco tiempo están más muertas que la ilusión de quienes las puso por obligación más que por devoción. Para qué poner fuentes si siempre, o prácticamente siempre, estarán apagadas, olvidando que el agua es primordial para las experiencias sensoriales de relax. Una fuente cuidada es atractiva para los sentidos de la vista y el oído, como poco. A ver, sin salirme de la Alameda, y cambiando de la balsa chica a la balsa grande: ¿es tan imposible pensar en un poco de adorno vegetal, para que sea bella incluso apagada? No creo que fuera muy costoso o difícil colocar sobre el poyo perimetral una serie de maceteros, pegados con cemento para que no se los lleven, con plantas que prosperen fácilmente y nos alegren los ojos con flores de diferentes colores durante todo el año, mismamente geranios. Ocho o diez maceteros de piedra o barro serían más que suficientes para que, si te sientas en los bancos circundantes o paseas por el parque, disfrutes de una fuente bonita, y no la sosería e insulsez de ahora. Al final, me parece que no cuesta demasiado embellecer lo nuestro sin transformaciones que no nos permitan reconocerlo; basta con mucho cariño, que es como se debería trabajar por la prosperidad y el bienestar de nuestra ciudad, y un poquito de imaginación.